Inteligencia Contravencional
Lo que la justicia contravencional no ve en Plaza Once
Lavaca Editorial
Esta denuncia de Jorge Garaventa motivó un procedimiento donde fueron liberadas ocho mujeres dominicanas explotadas sexualmente.
A fines de marzo la justicia contravencional realizó un (1) procedimiento
contra un prostíbulo del barrio de Once. Rescató a ocho mujeres dominicanas que
eran explotadas sexualmente en un departamento del séptimo piso de Uriburu 578.
Eran chicas de entre 18 y 24 años que atendían un promedio de 15 clientes por
día.
El procedimiento se realizó por la denuncia que formuló públicamente Jorge
Garaventa, harto de ser testigo involuntario de la indiferencia policial y
judicial. Fue la fiscal Marcela Solano la que, finalmente y ante la publicación
de esta denuncia, ordenó el procedimiento.
Tiempo atrás, la misma fiscal admitió ante la Comisión de la Legislatura porteña
que investigó la masacre de Cromañón que la noche del 30 de diciembre Plaza Once
“funcionaba como una zona liberada”. También declaró: “Ni sabíamos que existía
Cromañón. Nadie nunca habia presentado denuncias sobre ese local”.
Ante la misma Comisión, el fiscal general Cevasco admitió: “Por informaciones de
los fiscales de la zona de Plaza Once, los únicos problemas que se habían
planteado respecto de esa jurisdicción tenían que ver con la venta ambulante,
problema que preocupaba particularmente a los comerciantes”.
Jorge Garaventa es, desde aquella noche de Cromañón, coordinador del foro Pensar
lo Social, dedicado a compartir información y reflexiones sobre temas como
éstos. Este es su testimonio sobre lo que la justicia contravencional no ve en
Plaza Once:
Lo invisible y lo obvio
Veinticinco años pasando cada mañana y cada noche por el riñón de Plaza Once es
un recorrido por una galería de la paulatina degradación de la condición humana.
Pero también es un termómetro. Me permite medir, por ejemplo, la temperatura
social del crecimiento y naturalización de situaciones de trata y prostitución.
La observación, para nada esforzada sino obvia, a la vista de todos, me lleva a
una primera conclusión: estas cosas sólo son posibles si concurren distintos
grados de complicidades. A saber:
La complacencia social.
La complicidad policial.
La participación del cliente, que termina siendo el broche de cierre de esta
trama de corrupción y sometimiento donde –no por muy dicho es menos cierto– la
cosificación, uso y descarte de la carne femenina se ponen al servicio del
placer patriarcal.
Y de todas esas cosas da cuenta Plaza Once que, como si faltaran insignias de la
sinrazón, cuenta desde diciembre de 2004 con el santuario de Cromañón, signo
imborrable de la corrupción empresario- gubernamental.
Durante muchos años “La Miserere” era el espacio de “las gordas argentinas”,
mujeres en situación de prostitución de entre 15 y 75 años, que ofrecían sus
económicos servicios para los clientes de “segunda”, más pobres pero más
numerosos que los del circuito de las “zonas rojas” de alta explotación. Ellos
son los que van a buscar la “mercadería” a ese espacio.
De allí es Alcira, a quien fui viendo engordar, envejecer y finalmente moverse
dificultosamente con la ayuda de un bastón de tres patas. Hace años ya que no me
cruza la mueca trágica de su erotismo fingido y mal dibujado, por eso me
sorprendió esa mañana que, sentada en el frío banco de cemento, me llamó cuando
iba hacia la parada del colectivo.
–Pagame un café– me dijo amablemente.
Se levantó con dificultad y caminó con igual torpeza los metros que nos
separaban del vendedor ambulante. Con el vaso de plástico calentándole la mano
se atrevió a sacarse una duda histórica:
–¿A vos te gustan las pendejas no? Porque nunca me diste bola.
–No, nada que ver dije... ¿Pero vos...?.
–Sí –me interrumpió–. Yo sigo trabajando, así como me ves. Es que a los tipos
les da un gusto especial, me parece, cogerse a una casi paralítica. Se sienten
muy poderosos.
Por eso Alcira sigue allí, en Plaza Once. Fue una de las pocas que permanecieron
a pesar de la aparición gradual, pero finalmente masiva, de las caribeñas. El
resto de las chicas argentinas fueron corridas por los matones o por el juego
del mercado que, a igual precio, beneficiaba lo exótico.
Las chicas caribeñas están ahora en la esquina, vistosas pero invisibles,
mezcladas entre policías que eligen a qué vendedor ambulante apabullar. Para las
chicas caribeñas Plaza Once es una zona liberada que recorren incansablemente
hasta que sus clientes las paran. Entonces van al hotel de Rivadavia 3009. Al
lado, en el 3007, hay una especie de cabaret que administra la misma red que
maneja a las chicas caribeñas de Plaza Once. Se trata de un local para el cual
–como queda bien claro– hay vista gorda, siempre y cuando no haya intercambio
sexual directo dentro del mismo. Para eso está el hotelito. Ahora mismo en la
puerta de ambos locales puede verse a los patovicas departir alegremente con un
agente policial. Pero el hotel es chico para tanto rastrillaje caribeño...
¿Entonces? Entre las sorpresas que te da la vida en Plaza Once está esa puerta
de al lado del piringundín, que también da a la calle. Luce el dibujo del
clásico rayo que indica “¡Peligro electricidad!” O sea: es la puerta de los
tableros eléctricos... pero no. En Plaza Once, no. Si se observa atentamente
puede verse que de vez en cuando se abre sigilosamente esa puertita para que una
pareja entre o salga. Y que cuando está entreabierta esa puertita, se ve la
escalera que conduce a las habitaciones del altillo.
Las caribeñas de Plaza Once son las que “eligen” abandonar su país, “eligen”
ejercer la prostitución allí por poco dinero, “eligen” esperar a los clientes
que uno tras otro engrosan la cola del hotelito, “eligen” tener relaciones en un
altillo húmedo y cerrado, y finalmente “eligen” vivir hacinadas en cuartuchos de
Jean Jaures, Agüero o Hipólito Yrigoyen.
En tanto la cta insiste en respetar su “derecho” a ejercer su “oficio” y muchos
legisladores, funcionarios, policías y jueces conspiran para que se resguarde su
capacidad de “consentir,” se va tornando cada vez más natural y lógica la
justificación: masivamente han elegido este país que en pleno boom económico les
promete futuro y prosperidad.
Mientras esto escribo, una dirigente de impecable trayectoria en la defensa de
los derechos humanos no se cansa de repetir ante las cámaras que en ese rubro a
este gobierno no hay que pedirle nada porque hace todo lo posible sin necesidad
de que se le reclame nada...
Marita Verón, Florencia Penachi y los chicos de Cromañón parecen sonreírme desde
sus fotos.
No sé por qué esas sonrisas por primera vez me resuenan irónicas.
publicada 24/07/2007
Editorial Lavaca