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Violencias en las escuelas

(El sueño de comprenderlas es la ilusión de erradicarlas)*

Jorge Garaventa

“Intimidar a un compañero no es un hecho nuevo en la historia de la escuela y forma parte de los procedimientos que se practican en los grupos de pares; pero todavía cuenta con la ilusión de aquellos adultos que no logran asumir que niños y niñas tienen su propia producción cultural la cual también ocupa los espacios de las violencias —con sus propias singularidades— constituyéndose en fenómeno político problemático. Cuando, después de un episodio de violencia contra un alumno los compañeros descubren el secreto, suele ser tarde. En este modelo de intimidación-silenciamiento (vacío de denuncia) se evidencian las relaciones de fuerza que se oponen y que operan ejercitándose en diversas formas de poder sin solicitar la autorización de la institución escolar.” –Eva Giberti.

 

Pensar la niñez en la escuela desde una perspectiva de derechos no es un tema tan sencillo como a primera vista pareciera, pero más complejo aún es si en el intento, el analizador es la violencia escolar que suele tenerlos como activos o pasivos protagonistas en el recorrido de una espiral cada vez más consistente.

Reflexionar en esa dirección, inevitable hoy, además, implica la concepción de niñas y niños como sujetos de derecho y responsable de sus actos. Va de suyo que en épocas de reclamo intenso de punitividades y penalización temprana hay un riesgo de desbalanceo de estas dos concepciones que deben ser sopesadas en simultaneo. Se suele poner el eje en que la carga excesiva sobre “sujetos de derecho” arriesga un mensaje de impunidad cuando el niño es protagonista de acciones reñidas con la convivencia o la ley. Pero no ha de olvidarse que cuando se trabajan estos dos conceptos en simultáneo hay una ineludible necesidad de advertir las responsabilidades primeras y últimas que condicionaron la conducta de un sujeto aún en plena formación psico- social.

Contemplaremos  el eje impunidad- castigo en un clima que denuncia la creciente presencia de violencia en las escuelas, tal vez sin analizar si es posible esperar hoy un resultado diferente habida cuenta que las subjetividades de la época no son otra cosa que producciones sociales.

No ha de perderse de vista que cuando se habla de violencia escolar se meten bajo el paraguas de esa denominación conceptos diversos e incluso hasta antagónicos. Es en función de ello que hace unos años, en un “Seminario Internacional sobre Violencia Escolar” convocado por la Pontificia Universidad Católica Argentina, presenté una ponencia[1] que intentaba dar cuenta de estas cuestiones desde su título: “Violencia en la escuela y violencia de la escuela”. Probablemente también esta dupla termine engrosada por otros factores que alimentan el fenómeno que hoy nos convoca.

Una primera definición permitirá al menos poner el eje en el horizonte conceptual que nos contiene: concebimos las violencias como formas de respuesta aprendida desde las primeras instancias de la niñez. Padres y madres, cualquiera sea el estilo de familia que pensemos, son modelos ineludibles para hijos e hijas.

El tener en cuenta la dinámica entre estos protagonistas nos puede dar algo de luz sobre las violencias primero y la eclosión en ámbitos escolares luego. También anotamos en el margen la convicción de que todo aquello que es aprendido puede desaprenderse con intervenciones idóneas, pero además, que si estamos ante un proceso de trasmisión errónea de modelos, es necesario repensar la necesidad de políticas públicas de las cuales la escuela, una vez más, será escenario privilegiado.

Nada de todo lo planteado y por plantear se mueve en base a voluntarismo sino de entender de qué y de quienes se trata.

Un documento oficial sobre violencia escolar[2] plantea, coincidentemente, la necesidad de rechazar las conclusiones fáciles que ya se han mostrado estériles al momento de general conclusiones que devengan prácticas. El análisis de las violencias en las escuelas ha de abandonar el pensarla como “opaca” o “transparente” en su relación con lo social.

En la concepción “opaca” no hay filtraciones desde el afuera. Todo lo que ocurre, incluso las violencias, son de producción exclusiva e interna de los distintos actores de la institución. La concepción “transparente”, a su vez, concibe un solo tipo de violencia, la social que en todo caso elige las instituciones educativas como un ámbito de replique, con aporte escaso del escenario donde transcurre. El todo, en este caso, es bastante más que la suma de las partes y la combinación dinámica de las mismas, pero cualquiera de los constructos citados se muestran flacos a la hora de dar cuenta del fenómeno. ¿Cómo pensar la violencia escolar, sin reflejo social, cuando el grueso de la sociedad transita por allí en algún momento? ¿Cómo pensarla como un simple reflejo externo sabiendo que la escuela es una de las instituciones más potentes e influyentes en la vida de las personas?

El sostén, el armazón del proceso de formación es lo que hemos llamado comunidad educativa, cuya conformación mantiene siempre un equilibrio inestable, y es sensible a los cambios que la escuela padece. No es inocente el uso del verbo “padecer” ya que independientemente de la calidad de los cambios, la estructura se sacude notoriamente hasta establecerse en un nuevo equilibrio, pero en el marco cotidiano de la tensión en la relación entre sus integrantes.

Hemos atravesado mesetas, montañas y llanos desde la escuela de origen que acuñaba estilos rígidos y violentos como reaseguro del proceso educativo al escenario actual donde la esta se ve en figurillas intentando erradicar la violencia entre pares que en ocasiones se instala con vehemencia y sistematicidad. Mucho ha ocurrido en el medio, como por ejemplo, la mutación práctica de la significación y ejercicio del concepto de “autoridad”.

En este sentido, y en todos los que nos ocupan, no hablamos de una transición lineal. Muy por el contrario, bolsones de conservadurismo pretenden esta loable evolución como la responsable de todos los males actuales que padecen la escuela y la sociedad, y finalmente proponen como herramientas de corrección aquello que la docencia, con muchísimo esfuerzo ha logrado erradicar. Esta tendencia ideológica se encarna en lo que hemos llamado “la nostalgia autoritaria” que va de la mano de un bolsón represivo que persiste en lo social y al cual denominamos “la vigencia de la educación golpeadora. A saber: la conformación social impuso un estilo de familia, inamovible durante siglos en el  mundo y de vigencia persistente en nuestras geografías. Hablamos del llamado, por algunas corrientes sociológicas, estilo patriarcal que centraba la autoridad de ejercicio omnímodo en la figura del padre que, por delegación en su ausencia, descansaba en la autoridad materna. Este estilo establecía como “natural” y “lógico” el castigo físico a la niñez. Difícilmente surgieran cuestionamientos a semejante rigidez disciplinaria que legalizaba el uso de la violencia. “Las plantas sin tutores exigentes, nacen torcidas”, se decía. Cualquier esfuerzo por criar hijos e hijas educados era visto con bonhomía independientemente de los métodos que se utilizaran. Aún hoy pueden escucharse personas que habiendo padecido dichos métodos reivindica la efectividad del golpe y la humillación. El psicoanálisis ha mostrado los esfuerzos de empobrecimiento psíquico que conllevan dichas operaciones. En la lucha inter instancias, el odio generado por los padecimientos es mantenido a raya en el inconciente que queda desprovisto de asociaciones, dejando fluctuante el amor, sentimiento aceptado y único hacia las figuras parentales.

Va de suyo que el odio no deja de hacerse sentir en el individuo, produciendo efectos, sensaciones inmotivadas de culpa, tristeza, depresión, y es además el sostén de aquellas estructuras agresivo pasivas que de una cordialidad social lindante con la sumisión, estalla en furia. Pero esta tendencia violenta encontraba por entonces un estilo consustancial con la personalidad y los permisos sociales en aquellas formas acordadas de educar.

El breve esbozo precedente es a los fines de desmentir la gratuidad personal, familiar y social de la violencia como método.

¿De qué se trata entonces “la vigencia de la educación golpeadora”? Sin que podamos afirmar con certeza quién precedió al otro, entre el huevo y la gallina, lo cierto es que distintos sectores de la sociedad comenzaron a replantearse la concepción sobre niñas, niños y adolescentes y los organismos internacionales renovaron el paradigma que finalmente se plasma en el texto de la “Convención Internacional por los Derechos del Niño”. Los Estados asumen la responsabilidad por el bienestar pleno de niños y niñas, y extiende dicha responsabilidad a todos los adultos. La responsabilidad parental seguirá a cargo de los progenitores pero toda la sociedad es responsable del buen trato de quienes a partir de ese momento y con la protección de legislación internacional, con rango constitucional, se considera sujetos de derecho.

No obstante, la sociedad no es un cuento de hadas, y la verdadera transformación cultural que plantea la Convención es un camino no exento de dificultades y retrocesos. Las legislaciones suelen ser la expresión de sectores sociales muy activos, en estos casos los colectivos de niñez y de mujeres, pero sabemos que las leyes por si solas no garantizan plenamente sus efectos si no se crean las condiciones necesarias para su cumplimiento.

El maltrato y la violencia contra la niñez como forma de educación tanto familiar como institucional se retiraron del escenario público. La escuela, haciéndose cargo de la crisis que implica el cambio de paradigma transformó sus esquemas. No ocurrió lo mismo con  vastos sectores de la sociedad que siguen aplicando dichos métodos de manera vergonzante, o sea, a escondidas, con plena conciencia de estar haciendo algo que no se debe y merecería el repudio.

Es momento también de definir que cuando hablamos de escuela nos referenciamos con el concepto de “comunidad educativa” ya que este pone en relación y compromiso a todos los actores que la transitan.

Si concebimos la comunidad educativa como el colectivo formado por docentes, directivos, demás empleados, padres, madres y alumnos; ¿alguien podría pensar que niños o niñas protagonistas de actos violentos en la escuela están haciendo un ejercicio propio, deslindado del resto de la mentada comunidad?

El tema que nos convoca obliga también a diferenciar lo que es “indisciplina”, como un problema clásico que durante mucho tiempo preocupó a los docentes, de la violencia, siendo que esta última generalmente refiere a las agresiones entre pares, mientras que la indisciplina es una forma “rebelde”, justificada o no, contra las normas.

En algunos seminarios solemos plantear que la sociedad necesita cuestionarse sus producciones, habida cuenta que debe anotar entre sus “logros” que hoy niños y niñas se agredan entre sí en los ámbitos de formación. Este señalamiento suele habilitar un debate en el que se plantean falsas opciones. ¿Ocurrieron siempre o son fenómenos actuales?

El interrogante y sus conclusiones ameritan al grueso de las violencias. Ocurrieron siempre y están sumamente visibilizados hoy por diversas cuestiones, entre ellas una mayor cantidad de denuncias, pero no solo eso. Pero también es necesario puntualizar que el reconocer que siempre han ocurrido no debería actuar como refugio para ocultar una realidad actual cuya contundencia es molesta. Si es necesario poner en evidencia dos cuestiones características de época: la sistematicidad y el incremento de la crueldad.

No estamos hablando, no obstante, de estructuras personales de época, sino a un concepto muy caro en los desarrollos de Silvia Bleichmar: las subjetividades[3]. En una definición un tanto grosera pero necesaria para que quede claro, la definimos como la forma de estar en el mundo que se va diseñando en cada quién en intercambio con lo social. Lacan advertía, retomando los malestares en la cultura a los que Freud refería, acerca de una mirada obnubilada en quien pretenda hacer caso omiso en la subjetividad de la época.

Los educadores se encuentran con el dilema de intentar entender objetivamente las causas y modos de una violencia que ocurre en un escenario que los involucra directamente, frente a una sociedad que los considera garantes del bienestar de la niñez que deposita en las escuela sin hacerse cargo plenamente del cargamento troyano que disimulan algunas mochilas.

Quienes nos hemos interesado por el problema de la violencia escolar desestimamos la obligada garantía que se le pretende a la escuela, recalcamos, una vez más, la importancia de rescatar y reparar el concurso pleno de la comunidad educativa y afirmamos que el entendimiento, prevención y erradicación de las violencias en las escuelas, requiere intervenciones interdisciplinarias, habida cuenta que ninguna disciplina puede arrogarse el saber pleno sobre esas temáticas. Y como estamos en una cuestión que se presume endémica, es imprescindible la presencia de políticas públicas que den sustento y sostén a las necesarias intervenciones.

Así como no hay un saber unívoco sobre la temática, tampoco creemos que haya una explicación abarcativa de las causas de la violencia escolar, sobre todo porque, como decíamos antes, se encuadra en ella distintas cuestiones, aunque fundamentalmente nos referimos en este trabajo, a las diversas características de las violencias entre pares.

Una evolución valiosa como fue la reformulación del concepto de autoridad, al no encontrar aún una forma definitiva y estable, colabora en las dificultades de la regulación de las relaciones entre los alumnos y de estos con los adultos. Pero está lejos de ser esta la causa esencial y única de los fenómenos escolares violentos, mal que les pese a los cultores de la nostalgia autoritaria. Son explicaciones que apuntan a tomar las partes por el todo. Esta pretensión tiene su correspondencia en la teoría que sostiene el motivo de las violencias sociales en la declinación o caída de la función paterna. ¡Con lo trabajoso que ha sido y viene siendo la democratización de los vínculos familiares!

Otro proceso puesto en cuestión en los métodos educativos tanto familiares como escolares, es la tan mentada puesta de límites, en nombre de lo cual se han propiciado y realizado los más variados maltratos hacia la niñez.

La psicoanalista Silvia Bleichmar, citada anteriormente,  ha sido quien con más claridad y fundamentos denunció y trabajó el tema. Lejos de quedarse en la denuncia, propone alternativas novedosas y eficientes. Propone reemplazar el desacreditado concepto por el de construcción de legalidades que de paso, es toda una tarea de combate a la impunidad.[4]

Los acuerdos, lejos de barrer la autoridad la fortalecen intrínsecamente porque descansan en un trípode sólido: amor, responsabilidad adulta y asimetría en los vínculos. Se ve claramente que el docente en la escuela y los progenitores en el hogar son portadores de una autoridad que ha de ser ejercida con racionalidad.

Podemos acordar entonces que el cambio de paradigma en relación a la autoridad ha creado huecos donde se regodean algunas manifestaciones violentas, pero no que esto sea la causa de todos los males. Quienes así lo conciben finalmente pregonan como solución lo que ya se ha mostrado inútil y contraproducente.

Por otro lado, debería quedar sumamente claro que no hay que confundir autoridad con los desbordes autoritarios que devienen del fracaso del ejercicio de la misma.

Agresividad y violencia no son sinónimos pero es necesario reconocer que esta es la potenciación de aquella.

Si bien se refería a la guerra, Albert Einstein manifestó su preocupación por el ejercicio de las violencias por parte de los seres humanos. Convencido de que Sigmund Freud podía aportar muchísimo tanto al origen de las mismas como a las formas de prevenirlas y mitigarlas, se comunica con este, trasmitiéndole sus inquietudes e invitándolo a participar en un Simposio Internacional sobre el tema.[5] Freud le responde que cree que muy poco pueda aportar a lo demandado y refiere su escepticismo en razón que considera que la agresión es inherente al ser humano y que las pulsiones destructivas vehiculizadas por la pulsión de muerte insistirán en expresarse en su esplendor durante toda la vida. No obstante, más adelante plantea que una forma de resolver el problema es logrando que las conductas provenientes de los impulsos agresivos puedan ser canalizados hacia metas incruentas y hasta constructivas, con lo cual pone el acento en el concepto de “sublimación”, central para el Psicoanálisis, pero a su vez sugiere que el camino hacia esos destinos más loables de la pulsión pueden ser trazados por la Cultura y la Educación. Interesante paradoja que se nos plantea cuando de lo que se trata en este escrito es de la violencia en las escuelas, lugares privilegiados para el ejercicio de la Educación.

La tarea de la escuela es ardua y compleja. Matizar los modelos que cada niño y niña trae de su hogar y administrar las interacciones con otros exige intervenciones específicas.

Los protagonistas principales de los episodios agresivos en las aulas suele ser aquellos que provienen de hogares donde hay frecuencia de malos tratos y se ejerce un modelo de educación que enseña que los conflictos se resuelven mediante la agresión física o verbal.

Pero no es el único modelo cuyas consecuencias se difuminan luego en la escuela.

Nos encontramos con familias disfuncionales que deriva a los niños a una desatención como norma; las que enseñan a ejercer poder sobre el más débil, así como los modelos de excesiva laxitud o restricción en lo normativo. La escuela abre sus puertas y cobija sin filtros todas las variantes familiares. Luego, estamos en un ámbito de aprendizaje pero también de desaprendizaje de lo nocivo.

Las violencias en la escuela reclaman entonces el trabajo con los niños y niñas pero también con sus familias y en redes  con lo barrial. Si esto es solventado y avalado desde los lugares de decisión, las instituciones educativas estarán haciendo un aporte fundamental en lo preventivo. Las redes, con epicentro en las escuelas son un pilar esencial en la construcción de otras formas de relación social.

No se puede desdeñar el rol esencial de las instituciones educativas para combatir tempranamente los riesgos de la impunidad. Y aquí toma peso el segundo aspecto de las nuevas concepciones de niñez que se desprenden de la Convención.

Habíamos hablado de los niños como “sujetos de derecho”. Ahora vamos a la cuestión de ser “responsable de sus actos”. 

Efectivamente necesitan aprender tempranamente que las acciones tienen consecuencias. Pero dicho aprendizaje no puede estar deslindado de la reflexión sobre el daño y la consecuente reparación. Es de esta forma y no a través del punitivismo con el eje puesto en el castigo que los niños hacen propio el concepto de Justicia. Es tan erróneo pretender que nada se puede hacer porque son pequeños, como los intentos de establecer leyes penales pensadas para adultos.

Si bien excede los alcances del presente trabajo es necesario puntualizar que cuando la acción de un niño, niña o adolescente está en conflicto con la ley penal, debería haber un código acorde y específico que contemple cabalmente el estado de maduración y comprensión y se aplique en consecuencia. Si hablamos de una psiquis en formación, la acción, que debería excluir formas de encierro o apartamiento social, ha de estar centrada en lo educativo y en la plena inserción social. Muchísimo se ha avanzado en esto pero aún falta decisión y convencimiento de parte de los actores de la implementación, demasiado sensibles muchas veces, a la presión mediática o los apetitos punitivistas.

Volviendo a lo anterior, la escuela suele tener instrumentos para intervenir en situaciones serias de conflictos entre alumnos y de estos con adultos. Nos referimos a los “protocolos” y a los “códigos o reglamentos de convivencia”. Ambos instrumentos refieren a distintos aspectos de la problemática pero están lejos de solucionar plenamente la ocurrencia de las violencias. Eso no significa que haya que descartarlos, sino dimensionarlos en su justa medida y en todo caso flexibilizarlos y complementarlos con otras medidas.

Los “protocolos de intervención” son herramientas que intentan resolver la concurrencia de distintos criterios a la hora de abordar la irrupción de las violencias. Uno de los fundamentos es que es la forma más adecuada de acotar la subjetividad. Opinable, pero aproximado. Pero no puede negarse que la estandarización de los mismos vino de la mano del entrecuzamiento judicial que significó el avance en las leyes de prevención y erradicación de violencias contra la niñez que obliga a los docentes a efectuar denuncia en caso de sospecha fundada de abusos o violencias contra la niñez. En estas situaciones, al establecer la judicialización como paso inmediato e ineludible suele obturar la posibilidad de reflexionar de manera adecuada sobre los pasos y tiempos de la intervención, pero en situaciones complejas y a veces confusas como por ejemplo el “bulling” o “acoso escolar”, se muestra como un instructivo imprescindible ya que los pasos inadecuados pueden finalmente agravar aquella situación que se pretende solucionar.

Los “Códigos de Convivencia” intentan erradicar lo represivo unilateral partiendo de una concepción inclusiva. Los alumnos pasan de estar del lado de la causa del problema a protagonizar con docentes y directivos, el “Consejo” que tiene a cargo tomar las medidas adecuadas para la resolución. Aquí es interesante señalar algunos estudios sobre el funcionamiento de dichos “Consejos” que alertaron sobre la severidad, a veces sobreactuada, de alumnos y alumnas en función de “jueces” de las faltas de sus pares. Interesante enseñanza: la Justicia no es un concepto natural ni espontaneo, sino una construcción producto de un aprendizaje. El espejo en el que se miran muchos niños y jóvenes no son los más promisorios en este sentido. Intentos o pedidos de linchamiento, amenazas de exterminio, apartamiento de la sociedad, son algunos de los condimentos de las cenas con veladas televisivas en los hogares. Pensar sanciones acordes a las faltas son aprendizajes tan difíciles y necesarios como el desaprendizaje de la impunidad, una vez instalada.

No ha de sorprendernos cuando, como decíamos antes, se piden sanciones judiciales para delincuentes adultos a través de la baja de edad de imputabilidad y se sigue negando la posibilidad de pensar seriamente un Régimen Penal Juvenil.

El posicionamiento e intervención contra la violencia escolar debe estar libre de ambigüedades a lo largo de todo el proceso, y reiteramos la necesidad de coherencia entre falta y sanción. Una de las más desaconsejadas medidas suele ser sin embargo la más común en los ámbitos educativos es utilizar las calificaciones como sanción ante problemas de conducta.

La intervención racional ha de apuntar fundamentalmente a la reconstrucción de los vínculos desde una concepción inclusiva, no estigmatizante y donde lo punitivo sea el último recurso. Pero que sea el último recurso no significa que no lo sea, sino que es necesario manejarlo con cautela.

Y es fundamental tener en cuenta que la amenaza tiene el mismo efecto contraproducente que la sensación de impunidad.

No es obviamente el objetivo de este trabajo abordar las intervenciones propiamente dichas sino la filosofía que las sustenta en función a los cambios de paradigmas.

Por eso, llegando al final de nuestro desarrollo es necesario puntualizar algunas cuestiones.

Para entender la violencia escolar es necesario revisar qué pasa con la niñez pero en paralelo confrontar nuestras ideas al respecto ya que el colapso de las formas de ejercer tradicionalmente la autoridad, necesariamente nos incluye como adultos.

¿Qué es lo nuevo de las violencias en la escuela?

Lo de siempre era la violencia de adultos hacia niños en sus diversas formas y grados. Paulatinamente se ha incorporado la violencia entre niños y de estos hacia adultos.  O sea, estamos ante la evidencia de la agudización. Pasa, el dato no es menor, que ante el agravamiento de las violencias y crueldades en lo social, es ingenuo suponer que la escuela pueda plantearse como un espacio libre de agresiones.

Establecer un marco de reflexión que logre mitigarla considerablemente, que establezca claramente una oposición al ejercicio y la naturalización, no es una tarea menor, y tal vez  esperanza de que desde las aulas se expanda hacia la sociedad un mensaje claro de reconstitución de los vínculos solidarios y empáticos.

No obstante, el sostén institucional descansa irremediablemente en el rol del Estado, proveedor irremplazable de políticas públicas que garanticen una sociedad en paz.

La tarea de prevención nos compete a todos sea cual fuere el eslabón social o el sector donde nos desempeñemos. Como padres, madres, educadores debemos exigir a nuestros gobiernos que nos provea los elementos pero desde una concepción participativa y compartida con la escuela.

Suena ilusorio, casi un sueño, pero, por qué no decir, como John Lennon…”podrán decir que soy un soñador, pero no soy el único”


 

[1] Garaventa, Jorge, “Violencia en la escuela y violencia de la escuela”, Álvarez, Atilio (coordinador), Violencia Escolar, Pasco, Buenos Aires, 2005, p. 105 y ss.

[2] Noel, Gabriel, “Violencia en las Escuelas y Factores Institucionales. La cuestión de autoridad”, Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas (coordinador), La Violencia en las Escuelas desde una Perspectiva Cualitativa, Ministerio de Educación de la Nación, Buenos Aires, 2009, p. 37 y ss.

[3] Bleichmar, Silvia, Violencia social – Violencia escolar. De la puesta de límites a la construcción de legalidades, Noveduc, Buenos Aires, 2008, p. 121 y ss.

[4] Bleichmar, Silvia, op. cit. p. 23 y ss.

[5] Freud, Sigmund, ¿Por qué la guerra?, James Strachey (comentarios), Sigmund Freud Obras Completas - Volumen 22 (1932-36), segunda edición (1986), Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1991, p. 183 y ss.

 

* Publicada en Derecho de Familia